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miércoles, 15 de febrero de 2017

Arrepentidos

La escalera se pierde en la penumbra. Un desgastado brocado malva que tapiza la pared recuerda la prestancia de la casa en otro tiempo.
—Myrna, hay un hombre esperándote arriba.
—¿Quién es?
—Tu hermano Esteban, eso me ha dicho.  — La chica lleva una bata de paño, cruzada y atada; a pesar del abrigo se frota las manos—. Pero menuda pinta de chulo se gasta, ¡ja!, a mí con esas.
Myrna fija la vista en las sábanas que sostiene, aún cálidas, recién planchadas; las acaricia. Toma aliento y continúa el ascenso de la escalera con lentitud. En el rellano, de una puerta entreabierta escapa una línea amarilla, diligente como una flecha. Empuja la puerta y se encuentra frente al hombre.
—¿Ahora eres mi hermano?
—Me ha abierto la puerta la chica de la bata, tan casera ella que he pensado que merecía una respuesta a tono.
—Claro, tú siempre detallista. Y ¿qué quieres? Si es dinero dímelo, ya estoy acostumbrada. Te daré lo que pueda y a otra cosa.
—No. No es dinero. Ni pelea. Quiero hablar contigo. ¿A dónde vas?
—Voy a hacer mi cama. Este no es mi dormitorio.
—¿Qué? —El hombre sonríe burlón—.  ¿Has dejado que te larguen?
Apoyándose en los brazos de la butaca toma impulso para incorporarse. Un gesto doloroso le arruga la boca. Myrna, camino del cuarto contiguo, no lo ve. Esteban la sigue, pendiente de sus caderas, de los muslos que abultan la falda estrecha, de las pantorrillas prietas en las medias brillantes de nilón.
—Esa que siempre está arrecía tiene tres veces más clientes que yo. El cambio de habitación en verdad, lo han provocado ellos, a mí me buscan unos pocos nostálgicos. Estoy deseando que se mueran —dice mientras deja las piezas de tela sobre la cama. Se vuelve hacia el hombre que ha acercado una silla—. En cuanto me jubile se cierra el grifo, ¿entiendes? Me iré al pueblo de mi madre y no quiero verte por allí. Vamos, di ¿cuánto esta vez? — pregunta sacudiendo la sábana.
—Estoy enfermo. Cáncer.
Myrna detiene las manos en alto, sin quererlo, suelta la sábana que cae volando sobre el colchón.  
—Hay muchos tipos de cáncer
—Este es de los malos…
—Cómo de malo
—…seis meses, me han dicho. Yo digo que tres.
—Vaya... De todas formas ahora no es como antes. Hay muchos tratamientos. ¿Tienes seguro?
—Claro que no, ¿cuándo he sido previsor?
—Entonces, ¿necesitas dinero?
—Te he dicho que no. Me jodió al principio, luego pensé que el día que me vaya pá el otro barrio, otros también la diñarán, sin aviso, de repente. Ahora estás, ahora no estás. Vi el lado positivo: tengo la oportunidad de despedirme. He decidido poner las cuentas en orden.
—¿Has venido a devolverme la pasta que te has llevado durante diez años?
—¡Que no, leche! Olvida el puto dinero.
—¿Entonces? — Myrna se mueve alrededor de la cama remetiendo la sábana, por el lado derecho, por el izquierdo. Al inclinarse, la blusa entreabierta trae buenos recuerdos a Esteban.
—¿Puedes dejar la cama y sentarte? He viajado trescientos kilómetros para hablar contigo.
Myrna, suspira, saca un pañuelo arrugado de la cinturilla de la falda y se lo lleva a la nariz, con movimiento huidizo acerca el índice al lagrimal.
—Pensé en tí cuando me dieron la noticia. En lo importante siempre eres tú quién me viene a la cabeza…
—No hace falta que me engatuses, nos conocemos. Hasta a la arrecía le ha bastado una ojeada para calarte.
—…¡Joder!, qué complicao me lo estás poniendo. De todas las que he tenido…eres la única que he querido de verdad. Está dicho. Tenía que pedirte perdón, lo mereces por lo que has aguantado y no lo digo solo por el dinero. Si algo puedo hacer para compensarte aquí me tienes aunque tu dinero no puedo devolvértelo. Lo necesito para Katy —Myrna suspira y un intento de sonrisa desaparece— .  Me he casado. Es muy joven, tenía capricho y no tuve fuerzas para decirle que nanay. Quiere una familia, niños, rollos de esos de un futuro juntos, ya ves. Está embarazada, tendrá que cargar sola con el niño.  Aún no lo sabe, tú eres la primera.
—No pareces tú. Te has rendido, sin más. No me lo trago.
—¡¿Qué mierda te pasa?! ¿Voy a mentir sobre algo así?
—No lo sé. Hace mucho que dejé de entenderte. Si quieres dinero…para lo que sea, dilo.
—Perdón. Eso es lo que tenía que decir, a eso he venido.
—Sí, claro, te perdono.
—Así no. Mírame a los ojos.
Myrna contempla la cama terminada.
—Debí poner otra manta — Tira de los lienzos, desarma la cama. Va hacia el armario, abre la puerta y se oculta de la mirada de Esteban para sacar el pañuelo sin disimulo.
—¿Podrías olvidar lo malo y recordar solo lo bueno? También lo hubo. Sería la mejor forma de perdonarme —Esteban ha elevado la voz, pero no hay respuesta— No vas a perdonarme, ¿verdad? Es eso.
—Tengo que hacerme a la idea; era fácil odiarte. Necesito tiempo. ¿Por qué no aceptas mi dinero? Para una vez que iba a dártelo de buena gana.
La voz de Myrna llega a Esteban distorsionada, flotando a la deriva en un rio cálido y salino.  Él mira el suelo absorto en el dibujo enrevesado de la alfombra a pie de cama. Se ha doblado para destensar la espalda. Qué duro se hará el viaje de vuelta.
—¿Para qué lo querría?
—No sé…alimentarte mejor, comprar medicinas, consultar otro médico. ¡Ir al extranjero! ¿Por qué no? —Myrna sale de su escondite con los ojos brillantes, iluminados de esperanza.
—No hay nada que hacer, Myrna. Me voy.
Esteban se incorpora trabajosamente. La muerte pesa como una losa. Myrna la ve apoyada sobre la espalda de Esteban.
—¿Quieres que vaya a tu funeral?
—Sí, estaría bien.
—¿Cómo…cómo…lo sabré?
—Diré a Katy que te avise.
—Entonces tendrás que explicarle que has venido a verme y ella querrá saber por qué — replica Myrna bajando la mirada.
—¿Te importa ella? Siempre fuiste muy buena gente, Lola. Siempre.
Esteban se acerca, le toma la cara entre las manos, le besa la frente y los labios, salados y húmedos.
—Dices que es joven, ¿no? Que está llena de ilusiones. ¿Por qué no lo haces por ella? ¿Por ese niño? Busca otros médicos. Te ayudaré. ¡Déjame que te ayude por favor!
—No me escuchas. Me muero. No es cuestión de dinero, Lola mía.
—Hasta el final creí que podríamos acabar juntos.
—¿El final? ¿Cuándo fue para tí? —Esteban indaga en el pozo profundo de los ojos de Lola —. Eso me interesa.
—Hoy. Hace un rato. Cuando me pediste perdón por ser tú.

FIN

Salir al paso

Ocho largos años. Habían transcurrido ocho largos años y Nancy iba a casarse de nuevo a pesar de la cruel experiencia con su primer esposo. Después de eso había mantenido un par de relaciones con mujeres. La segunda pareja, Marge, fracasó igualmente, aunque no de igual manera. Se convirtió en amiga contra la voluntad de ambas como si un eficaz supervisor moviese los hilos de sus conductas afectivas. Era imprescindible en la vida de Nancy e iba a hacer tintinear la campanilla de la entrada en cualquier momento para ayudarla con el maquillaje.
Marge poseía unas manos mágicas. Oh sí, por supuesto Nancy no las habría olvidado del todo y, supongo, que este era el recuerdo dormido sobre el que querría pasar de puntillas.
Marge la maquilló lo necesario: satinó el cutis, cubrió alguna mancha, iluminó ojeras y arco ciliar. Nancy no dejaba de parlotear contando anécdotas de bodas y fiestas, agradeciendo a Marge que la ayudase, a mí que hubiese renunciado al día libre.
Marge, sin embargo, concentrada en la tarea no pronunciaba palabra. Dio por terminado el maquillaje con dos brochazos de rubor en los pómulos. Dio un paso atrás, miró a Nancy. El parloteo de Nancy cesó. Intercambiaron una larga y profunda mirada. Fue Marge quién rompió el silencio: «Estás espléndida».
No fue una alabanza, ni un reconocimiento a su habilidad, no estuvo acompañada por un tono festivo, ni ojos asombrosamente redondos, fue algo dicho para ella misma, en voz baja, como si necesitase oírselo decir para comprenderlo en toda su magnitud. Para asumir que Nancy se iba a casar con un hombre y que parecía realmente feliz. Nancy le tendió ambas manos, ella las agarró con fervor. No me despedí al abandonar el dormitorio.
Recorrí el pasillo hasta la sala. Abrí de par en par las puertas del jardín. Observé la puesta en escena: las sillas alineadas en perfecta simetría, las farolas rescatados del atrezo del último montaje teatral de My fair lady, la alfombra de flores compuesta de madrugada, el césped recién segado, fragante y almohadillado. Todo ello superpuesto al fondo de magnolios, a los setos de hortensias y los rosales trepadores que cubrían las celosías, a los parterres de tulipanes, narcisos y pensamientos. Esa avalancha floral no existía semanas atrás. El novio había transformado el delicado y minimalista jardín japonés en aquel estallido de sensualidad. Sencillamente, ella despertó una mañana y encontró tras los cristales un paisaje diferente. Yo fui testigo de la expresión cambiante del rostro, del desconcierto al asombro, de ahí a la confusión; finalmente, a la alegría infantil de niña agasajada.
Teníamos por delante una caprichosa tarde otoñal. El aire suave y persistente arrastraba nubes de aquí para allá, tan pronto gozábamos de tibios rayos de sol como nos cubría un manto lechoso. El oficiante preparaba el libro de lecturas de los novios en el atril. Del fondo del jardín, tras el seto y la valla de hierro, se elevaba el ruido de frenadas de automóviles y de explosiones de flashes que la prensa descargaba sobre los invitados. El novio aparecería de un momento a otro.
Me giré hacia el pasillo al oír pisadas, susurros, risas. Nadie entró en la sala. Los murmullos se alejaron camino de la puerta de atrás hasta desaparecer. Escuché el pestillo que por la mañana había corrido tras recoger la prensa ahora abandonada sobre el sofá. No pude menos que sonreír al releer el titular, “Boda entre el magnate televisivo y la actriz de dudosa sexualidad”, el de mañana sería muy diferente.

FIN

GERUNDEANDO

https://www.tallerdeescritores.com/quedate-en-casa-a-escribir?sc=dozmv7bo8hzl6um&in=kw35vb0jr7h13kf&random=9092 Por César Sánchez