Buscar este blog

viernes, 29 de diciembre de 2017

Colección. Coleccionismo. Coleccionar.

Ha pasado a ser asignatura obligatoria. El profesor explica en qué consiste. «Podéis coleccionar cromos, chapas, fotos, vestidos de Barbie, películas de vídeo…da igual, lo importante es que consigáis la colección. La meta os la marcáis vosotros mismos y la cumpliréis durante el curso». En la última fila una niña pálida, rubia, de ojos azules muy claros, una niña casi transparente y olvidada, levanta el brazo. «Y cuando terminemos la colección, ¿qué haremos con ella?» El profesor lamenta que para una vez que levanta el brazo y llama su atención sea para incomodarlo. «Pues, nada, qué quieres hacer. Las cosas empiezan y terminan». Un chico al que le cae un flequillo negro en la frente sentado en segunda fila responde, «Pues hacer otra colección». Y toda la clase se alegra de la respuesta, incluido el profesor, incluida la niña, que había sufrido al comprender que su pregunta ocultaba otra mucho más molesta ¿Para qué sirve coleccionar? Por eso el profesor había contestado irritado y la clase se había sentido desilusionada cuando parecía muy buena idea hasta que ella la desbarató. Pero el chico del flequillo por fortuna lo arregló, y desde hace semanas todos andan por los pasillos preguntándose unos a otros qué coleccionan, y surgen intercambios interesantes aunque también disputas, y algunas envidias. Nada importante si se compara con lo que sucedía anteriormente: acoso, extorsión, grabaciones ilícitas, bandas paseando su violencia en el patio. Ahora, sin embargo, la mayor preocupación es averiguar cuál es la colección más importante. El chico del flequillo cree que la suya, una colección de miniaturas de coches metálicos que le está costando terminar —se ha propuesto llegar a cincuenta modelos diferentes— ya que solo dos chicos en el centro la comparten. Otros lo tienen fácil, han elegido cromos de fútbol o muñecos de los huevos Kinder. La niña pálida ha escogido coleccionar pasadores de pelo; durante los recreos intenta, sin gran resultado —su transparencia juega en contra—, cambiar los repetidos e introducir un poco de desmadre en el mundo emparejado de los pasadores. 
La solución aportada por el chico del flequillo para dar sentido al esfuerzo de investigar, tantear, intercambiar y convencer, ha calado: a una colección le sigue otra. La naturaleza de las colecciones evoluciona sofisticándose conforme crecen los autores. En la adolescencia el chico colecciona besos, la niña pálida esmaltes de uñas; en la juventud, el chico colecciona videos guarros; y la chica, recetas de cocina, será cocinera. En los primeros años de universidad, el chico del flequillo colecciona suspensos y juergas; la chica colecciona amigas porque es demasiado tímida para coleccionar amantes aunque es lo que le gustaría.
Un día el chico colecciona suficiente éxito, y con ello empieza a coleccionar coches, casas, acciones de multinacionales, enemigos en el trabajo, esposas y ex-esposas, hijos, horas de vuelo y noches de hotel. Colecciona botellas mini de alcohol en los bolsillos y las correspondientes borracheras. La chica, es mujer que ha coleccionado soledad, horas de trabajo, mascotas y desengaños amorosos. Harta de una vida plana decide coleccionar kilómetros, curvas, derrapes, rugido mecánico y potencia entre los muslos enfundados en cuero a lomos de una moto de gran cilindrada. Colecciona sensación de libertad hasta que le toca coleccionar lágrimas, dolor, días de reclusión hospitalaria, ejercicios de rehabilitación, horas de fisioterapia. Más tarde, colecciona dolor en la espalda, calambres en la nuca, presión en la cabeza; colecciona calmantes, ira y ansiedad si le quitan sus pastillas.
En el Centro de Deshabituación “Diógenes/ Módulo Uno”, la gente ha coleccionado de todo: robos, jeringuillas, tarjetas de crédito, polvos y pastillas, abrigos de visón, navajas, noches errantes, días sin luz, peleas, colchones piojosos, revistas, chabolas, cucharillas dobladas, fiestas junto a la piscina, Dom Perignon, amistadas rusas, horas de ruleta; han coleccionado experiencias, ilusiones, delirios, sesiones de hipnosis, tratamientos de autoestima, llanto, desesperación y colocones; y perdones, reencuentros, discusiones, miedos, amores, odios, insomnio y días de cárcel. 
El chico del flequillo negro lo tiene ahora cano, y la niña pálida se maquilla, ya no lo es; pero cuando se encuentran uno frente a otro se reconocen. Se miran, bajan la vista a sus manos vacías. «No terminé mi colección de pasadores de pelo», dice. «Ni yo conseguí los cincuenta coches», tras un culpable silencio continua, «Lo siento, parecía tan inocente…» Ahí lo deja. Ella asiente y añade, «Los de afuera están peor, aún no lo saben».

FIN

 Ejercicio del tema 5 perteneciente a Escritura y Meditación

lunes, 20 de noviembre de 2017

La hija

Tenía diez años cuando nació Cristina, hija de su tío y padrino, Titi. Titi se casó tardío y la niña llegó, inesperada, cinco años después. Entretanto se había desvivido por ella, por la ahijada que le convertía en visitante asiduo del hogar de la hermana y del cuñado, en compañero de paseo por los Jardines del Alcázar, en constructor de castillos de arena en la playa de Sanlúcar.

En apariencia las cosas no cambiaron demasiado al nacer Cristina, solo que entonces las visitas tomaron el sentido contrario: era ella con sus padres quienes agasajaban a la pequeña de inmensos ojos verdes heredados de la nórdica belleza de Nora, su madre. Titi no dejó de ir a buscarla cada sábado. Ella jugaba con Cristina hasta donde lo permitía su diferencia de edad. Envidiaba secretamente algunos de sus juguetes. Como aquella caja de música con espejito y bailarina multiplicada en su reflejo que se incorporaba nada más levantar la tapa y giraba. Ella apreciaba el milagro, Cristina, no, qué desperdicio. Titi no dejó de llevarla al Alcázar, si bien ya no paseaba con ella porque sostenía los pasos vacilantes de Cristina. Ni de invitarla a restaurantes y hoteles cuando Cristina tuvo edad para ir. No dejó de hacerle regalos. Titi seguía comportándose como siempre, solo que Cristina estaba allí.

Unos años después, ella dejó su ciudad debido al trabajo paterno. Un trabajo detenido feliz y puntualmente cada agosto, lo cual permitía el reencuentro en Sanlúcar. Allí, Titi volvía a centrarse en ella que, ya adolescente y huraña, bajaba a la playa a bañarse a primera hora. Titi la observaba desde la terraza. Nadaba para él, se zambullía una vez y otra para él a pesar del agua fría y el sol a medio encender. La playa, desierta, les pertenecía.

A mitad de mañana, los hombres organizaban una partida de Continental bajo el toldo alrededor de una mesita plegable. Las mujeres tomaban el sol. Ella se encajaba entre las sillas de los jugadores. Buscaba la sombra, el silencio, y concentrarse en la lectura del momento cerca de Titi que levantaba la vista de las cartas cada poco, la miraba y sonreía. «La más inteligente de la familia, ¿cómo estás, preciosa?». Ese “preciosa” centelleaba en la voz de Titi que hacía sonar la ce como ese.

En el horizonte, resistían los gritos de Nora: «¡Sal ya!¡Que salgas, Tina!». Cristina, harta del puñado de indicaciones que le llovían, se hacía la sorda. Y la voz punzante de Nora se dirigía a los jugadores para hacer blanco en Titi, «La niña no me hace caso. Ya es la una, tiene que comer». Titi se levantaba, volvía con Cristina. De reojo, ella vigilaba los movimientos de Nora y Cristina mientras recogían; contaba aquellos minutos eternos. Después, Titi y ella se alejaban hacia la zona menos concurrida. A Titi le gustaba nadar, ella no podía seguir su brazada larga, aguardaba en la orilla. La mayoría de los días subía con él al apartamento. Comían en la terraza. Siempre, en algún momento, ella se acercaba a la baranda, imaginaba cómo la vio él esa mañana, ideaba piruetas para ofrecerle al día siguiente. Después de comer, Nora se llevaba a Cristina a dormir la siesta, Titi se recostaba en su sillón, ella cruzaba el rellano para meterse en casa.

Fue cosa de Titi que el padre de ella comprara el apartamento de enfrente. «Es un disparate comprar un piso para disfrutarlo un mes y vivir de alquiler el resto del año», había argumentado ante su mujer y su cuñado inútilmente. Titi podía permitirse dos casas en propiedad, ganaba mucho dinero en Sudamérica con el negocio de maquinaria agrícola. Mucho. Así, Nora se engalanaba con esmeraldas de Colomba, zafiros de Brasil…, joyas que el esposo traía de sus viajes. Ella anhelaba alcanzar la edad de recibir esos obsequios y decir «Me lo ha regalado mi tío».

No hubo tiempo. Se vendió el apartamento de la playa —también el de los padres de ella, permutado por un piso en la ciudad—, se empeñaron las joyas, desaparecieron los restaurantes, las empleadas de hogar, los viajes. Ella con sus padres los visitaban siempre que podían, no hacía falta avisar, raramente salían. Nora hablaba de la ruina con pasmosa naturalidad, una naturalidad que a ella le resultaba insoportable. Parecía que hiciera leña del árbol caído. Solo importaba Cristina, su presente, su futuro. La prima, convertida en mujer, se había contagiado de la frialdad nórdica de su madre, su rostro resultaba infranqueable como un espejo. A Titi, sin embargo, le habían brotado arrugas, ojeras y bolsas, y se le había caído el pelo. Lo hallaban acurrucado en su sillón, taciturno. Pero cuando ella aparecía por la puerta los ojillos se achinaban pícaros con una sonrisa de oreja a oreja, y pronunciaba aquel “Cómo estás, presiosa”, reservado en exclusiva. «Hay qué ver cómo te quiere», decía Nora en un tono indiferente que caía a plomo.

Un cáncer de vejiga se lo llevó por delante.

En el funeral, ella no podía dejar de llorar, las lágrimas le consolaban del mismo modo que de niña cuando algo la confundía y no sabía qué otra cosa hacer. Nora se volvió, su voz extranjera pareció dirigirse a un camarero, «Ya hija, ya. Para». Cristina también se había girado, su mirada verde era gris. Incineraron su cuerpo. Sabía que la intención de Cristina era esparcir las cenizas, la cuestión era dónde, cuándo. Ella quería estar presente, les hizo saber.

Pasaron meses. Un día su madre la telefoneó, «Cristina las ha echado al mar en Sanlúcar, me parece bien. Fue el día…». Dejó de escuchar, ya no importaba. Imaginó a Cristina en algún barco entre Bajo de Guía y Doñana lanzando al mar las cenizas. Dibujó su rostro de mármol en ese momento lúcido del adiós definitivo a lo poco que le quedaba del padre, sin una lágrima. Le confortó imaginar la desazón de Cristina cada vez que Titi le obsequiaba aquel «Cómo estás, presiosa». Fue entonces. Cayó en la cuenta de que ella le había robado. Cayó en la cuenta de que Cristina soportó el expolio con su rostro inexorable.

FIN
Ejercicio correspondiente al tema 3 del curso "Escritura y Meditación"

viernes, 10 de noviembre de 2017

La trampa

La imagen del portátil tiembla como sacudida por un momentáneo terremoto, el rostro de su hermana se desdibuja. «Mierda con la tecnología», protesta Ana en tanto la imagen se recupera.
—¿No era para mandarla al infierno? —lanza al rostro fraternal en cuanto revive la imagen.
—Pero Ana, ¡es tu amiga! —responde su hermana levantando la vista de la plancha hacia el portátil apoyado en la mesa. 
—Yo soy más amiga de ella que ella de mí. Esta semana le iba a caer una bronca del jefe, lo evité, como lo oyes, había enviado un documento a un mail erróneo y la avisé. Y el otro día se le atascó la fotocopiadora, menos mal que estaba cerca, hubiese sido incapaz de solucionarlo sola. Pero vamos, eso se acabó.
—Estabas encantada con ella. Te ha ayudado con el contrato de internet, el del alquiler, el del banco, ¿no?
—Hermana, tampoco es para tanto. Llega alguien de tu país y qué otra cosa que ayudar a que se instale, en fin, lo normal, digo yo. Que tampoco ha hecho milagros. Fíjate en el apartamento, sí muy céntrico, muy bien de precio, mucha luz… Llevo aquí dos meses y ¡toma!, avería en el baño, sin ducha tres meses por lo menos, ¡vamos hombre! Que vale no tiene culpa, pero tía no me dejes tirada. Que lo siente, que no puede decirme que vaya a su casa que ya le gustaría, pero el alquiler, el casero. Bla, bla, bla... Una falsa, eso es lo que es. Mucho decir que me echa un cable y mira. No sé cómo ha engatusado a Nico, de verdad, con lo estupendo que es el tío, un pibón lo mires por donde lo mires. Espera, tengo una foto por aquí. La mando.
—¡Vaya! Pues, sí. Tú lo tienes bien agarradito por el brazo, bandida. ¿Ella es la que lo coge de la mano?
—No vale nada, ¿a qué no?
—Yo no diría tanto.
—Puede dar el pego maquillada, pero es sosa. Y de carácter..., ella dice que si parece distante es por timidez, qué va, es que se lo tiene creído. Lo que le faltaba era el ascenso a responsable de área. Se pasa el día metiendo las narices en todo, menos mal que no está en mi departamento. La gente se siente incómoda, vigilada. Vamos, que si no es por mí en la oficina estaría más sola que la una.
—Tengo que dejarte, los niños van a llegar del cole.
—Siempre me tienes que cortar.
—Ya, perdona, entre semana es lo que hay. Llámame el viernes, Jorge los llevará al cine, podremos hablar tranquilas y mucho rato. 
—El viernes seguro que salgo.
—¡Ay, hija, qué envidia! Bueno, pues ya vemos cuándo. Un beso.
El azul del Skype ocupa el lugar de su hermana. Suspira, habla a la pantalla como si tuviese oídos. «Si ella estuviese en otro país con un montón de problemas, lo menos que haría sería escucharla. Dice que me envidia, pero seguro que nunca ha hablado a un rectángulo de vidrio con el vago reflejo de la cara y nada más». El zumbido del móvil la obliga a cambiar el punto de vista: el WhatsApp. Una frase interrumpe el fondo con la foto de sus padres, su hermana y los niños: “Oye, aunque no puedas quedarte en casa durante la obra…”. ¿Qué querrá esta ahora?, es lo primero que piensa. Duda si terminar de leer, si lo hace, ella, su amiga, sabrá que lo ha visto, esperará respuesta. Puede no responderle, sería como darle la espalda. Entonces, decide tocar el símbolo verde, clicar en el nombre: Mamen.
“Oye, aunque no puedas quedarte en casa durante la obra, a ducharte puedes venir siempre que quieras, por supuesto. Creo que el otro día cuando lo hablamos no te lo ofrecí claramente, pero cuenta con ello sin problema”.
 “Estoy sobrepasada con el curro nuevo, a veces repito las cosas que he dicho y otras me olvido de decirlas. Perdona si ha sido tu caso.”
“Siento un montón que te haya pasado esto y encima habiendo buscado el piso yo. Un beso, guapi.” 
La asalta un sentimiento embarazoso, algo se conmueve en su interior, como si al corazón le hubiesen salido alas enérgicas que cachetean las costillas y sacuden los pulmones. Se siente incómoda con ese aleteo, por su culpa vislumbra un terreno desconocido.  Qué ha percibido durante unos segundos, se pregunta. Ha perdido de vista las nubes que empañan el día a día, la ha reconfortado la ola de calor que le ha inundado el pecho. Mamen la ha arropado con un chal suave y ligero, ella se ha dejado envolver en el tibio abrazo. Levanta la vista del mensaje, se despoja del chal. «¿Y ahora qué? No puedo estar cambiando de opinión, pensarían que no sé relacionarme, que no soy de fiar si hoy me llevo mal con una persona y mañana bien. ¿Y qué le diría a mi hermana la próxima vez?».
“Gracias, no hace falta, usaré las duchas del gimnasio”, teclea.
Lamenta no contestar como realmente le gustaría, mostrando toda la rabia que esconde por no hacer daño. Al hacerlo, Mamen, su hermana, el casero, o el albañil no aprecian su esfuerzo por ser amable con todos ellos y así le va.

FIN
(premisas tema 2 del curso Escritura y Meditación)

martes, 7 de noviembre de 2017

Vulcano, un viaje al interior




Le calculé unos sesenta. Alto, fibroso, con tostadas pantorrillas estilizadas por su ir y venir al volcán, calzaba zapatillas desgastadas, vestía bermudas amplias, camiseta y una gorra igual a las que había visto la tarde anterior en los tenderetes. Él la lucía a la manera de los bohemios parisinos, los poetas, los revolucionarios: resbalada hacia la nuca. Tenía los ojos del color azul intenso del Tirreno. Con voz poderosa hablaba un italiano impaciente difícil de entender.
En la agencia me habían convencido de que la marcha, de dificultad moderada, la realizaban personas de mi edad. Al poco de emprender el camino, maldije mi credulidad. Tenía sesenta y cuatro años, kilos de más y no había contado con uno de mis enemigos, el calor.
Ochocientos metros de terreno desigual, en pendiente, me esperaban. Una temeridad. Pero el volcán con sus fumarolas de azufre me atraía. Nos detuvimos en un colmado, «¡Andiamo, comprimo acqua!», ordenó el guia. Unos metros más adelante, se detuvo, hurgó entre los matorrales y sacó una docena de cañas gruesas, firmes y bien pulidas. Los caminantes se arremolinaron como avispas, él separó una, me la dio. Surgieron las bromas, incomprensibles, que respondí con una sonrisa abochornada e incómoda. La caña era fundamental, ayudaba a equilibrarse, a tomar impulso y contrarrestar el desnivel del terraplén. Al poco, el suelo de tierra apelmazada se transformó en polvo color hueso que flotaba con cada pisada hasta instalarse en la garganta. Él, Césare escuché que le llamaban, caminaba en la avanzadilla aunque vigilaba la marcha de los que componíamos la cola. El camino desapareció. Cambió a un resbaladizo y serpenteante reguero de piedrecillas oscuras. Mantenerme firme, apoyarme con cierta seguridad me fatigaba las piernas y exaltaba el corazón. El sol ardía sobre mi cabeza.
Primeros doscientos metros de subida, leí en un cartelillo. Evitaba mirar a lo alto, levantaba la vista lo justo para vislumbrar la gorra de poeta de Césare. Lo que venía anunciándose, se hizo realidad: ocupé la última posición. Me proponía regresar —ya hacía rato que había dejado de preocuparme abandonar sin advertirlo—, pero un descanso para fotografiar el entorno me permitió atrapar al grupo. Absorta en no resbalar y seguir el ritmo, apenas había mirado alrededor. A esa altitud, la vista se derramaba por un horizonte amplio de mar azul, farallones, barcos, islotes verdinegros, casitas encaladas manchadas con el fucsia de las buganvillas. Una justa recompensa. Eché un trago de agua, estaba caliente; un golpe de aire trajo el olor a huevo podrido del sulfhídrico, la mezcla me revolvió el estómago, respiré profundamente para evitar la náusea. Césare se acercó. Habló jaleándome; invocando “signora”, cada poco. «Regreso. Me voy», dije. «¡Ma che cosa dice!». Gesticulé impaciente. Si él chillaba yo también podía hacerlo, «¡No es tan difícil entenderme, caramba!». Negó con la cabeza, «Signora, el volcano no é una meta imposibile. Ustede porta una mochilia molto pesada. ¡Tirala!, ¡tirala!». «Yo no tengo su fuerza» balbuceé confundida palpando mi bolso del tamaño de una riñonera. Recolocó la gorra de revolucionario, me señaló con el índice, «Ustede tiene que subir, bajare, visitar el volcano y sere piú feliche». Reí. Qué otra cosa podía hacer. Repitió «¡Andiamo!» y se incorporó al grupo. Apoyé la caña en el suelo endurecido, surcado por hendiduras profundas como cicatrices del alma con determinación guerrera. Mientras, pensaba en la cima, en el orgullo de alcanzarla. Y ¿qué es el orgullo sino el íntimo convencimiento de que uno vale?, de ahí a la felicidad anunciada por Césare faltaba un paso, me dije.
Cuatrocientos metros hasta la cúspide. Eran las diez y media y el calor húmedo aliado con el sudor me empapaba. Pensé en mis torpes movimientos, en los cercos oscuros que sin duda contorneaban las axilas, en el balanceo del pecho prominente. Césare se giró, el grupo iba por delante, él me observaba a unos cien metros de distancia. Grité adiós. Levantó las manos desaprobándolo. «¡Mañana volveré!». Lo dije por decir. Deseaba el confort del hotel. Sin embargo, cuando llegué a la altura de los arbustos donde debía depositar la caña, no lo hice. Nada impedía intentarlo otro día más temprano. Un rato después, desde la tumbona de la piscina, vi llegar al grupo hablando, riendo amigable y ruidosamente. Por detrás se alzaba la cresta que emitía vapores sulfurosos a un cielo inocente. El infierno en el cielo, pensé.
Al día siguiente emprendí el camino al amanecer. Hacia la mitad del trayecto me alcanzó el primer grupo de caminantes. Césare no se detuvo, señaló la caña, «Cuando consiga llegare debe retornare el báculo, ¿eh?», advirtió moviendo el índice, sacudiendo la cabeza tocada con la gorra bohemia. Tampoco ese día alcancé la meta. A medida que avanzaba, el terreno se empinaba; en el suelo, convertido en roca con jorobas, redondeadas a veces, angulosas, otras, no servía de nada la caña. Dependía de mis propias fuerzas. Tuve miedo de resbalar y quedar tullida por los restos. En el hotel sentí el peso de la verdad: jubilada, sin nadie que me aguardase, sobreviviendo diluida en tertulias de viudas, series de televisión y nostalgia. ¿Era esa la "mochilia" de la que habló Césare?
Intenté alcanzar la cumbre dos veces más. Lo logré a la segunda ocasión.
Cero metros para coronar la cima. Hinché el pecho hasta saturarme de aire libre. Abrí los brazos a la isla bordeada de azul, un límpido plato para el tazón del cráter que liberaba fumarolas hirvientes. Me hallaba ante una depresión, a ratos maloliente, guardiana de un corazón de fuego que avivaba la tierra hasta el punto de convertirla en fascinante. Recordé las palabras de Césare. Ser feliz, animar el fuego que palpitaba dentro de mí, ¿por qué no? Nos cruzamos en el descenso, «Puedo devolverle el báculo, ya no lo necesito». Por primera vez lo vi sonreír, «Allora, potrá venire con me».
Y compré una gorra igual a la de Césare para llevarla a su manera poética, revolucionaria y bohemia.

FIN

domingo, 29 de octubre de 2017

TODO VIENE DE HOLLYWOOD

A mi abuela le gustan las películas en blanco y negro. A mí no me desagradan, al igual que las fotos pienso que transmiten autenticidad, orgullo por la diferencia. Muchas tardes al salir del instituto voy a merendar con ella, a menudo la pillo viendo una peli en su Tablet. Hoy veía El Manantial, basada en una novela de Ayn Rand que, según mi abuela, era el seudónimo de una rusa que se estableció nada menos que en Hollywood. Mientras oíamos el alegato del malo de la película podíamos, en verdad, escuchar un discurso de Lenin. Mejor dicho, lo que Lenin hubiera exaltado en un mitin ya que Lenin y nosotras no somos contemporáneas y, si lo hubiésemos sido, dudo mucho que acudiéramos a uno de sus mítines, ya que los mítines no nos gustan, aunque Lenin, sí. Mi abuela sabía dónde había ido a parar la autora de la novela —al capitalista Hollywood—por lo que ha encontrado lógico que el héroe fuera un luchador incansable del individualismo y la propiedad privada, mientras que el tipo despreciable era un hombre austero, fundador de sociedades y amante de las asambleas. «Esa salió por pies de Rusia, te lo digo yo». Al terminar la película ha ido a preparar café, no ha tardado ni cinco minutos porque usa las cápsulas que anuncia un guaperas también de Hollywood. Yo me he metido de cabeza en internet.
—Abuela, en realidad, hizo mucho más que escribir novelas y guiones. Creó una filosofía. Decía que el hombre debía buscar su propia felicidad, que son virtudes el egoísmo y el orgullo, mientras que el sacrifico personal en favor de otros inmoral, nadie debe pedirlo, ni esperarlo.
—¡Menuda pájara! —ha dicho al soltar la bandeja en la mesa con poco mimo.
Yo leía; cuánto más leía, mejor comprendía la película y a la escritora. 
—“Mediante la novela, Rand a través del personaje de un arquitecto enfrentado a una arquitectura aferrada a lo Clásico, convierte la construcción en algo más que levantar un edificio: realza la necesidad absoluta de seguir cada cual su propia senda. Lleva al lector a cuestionarse la validez de unirse para alcanzar metas. Los personajes que deambulan por las páginas del libro sumidos en la amargura y la envidia forman parte del grupo establecido, su personalidad está anulada en favor del colectivo. Al contrario que el protagonista cuyo individualismo le permite vivir en paz consigo mismo y el mundo…" 
—¿Qué es eso?
—Un blog. Oye, puede ser verdad. A veces, hacemos cosas por el grupo que en realidad no nos convencen, cosas que si pudiéramos decidir con verdadera libertad tal vez no haríamos. Por ejemplo, no me apetece nada, pero nada de nada, perder la tarde del viernes en la función de teatro del insti, pero actúan compañeros así que tengo que ir. Si pudiera, si de verdad pudiera sin que nadie se enfadara, ni me pusieran caras largas el lunes, no iría. ¿Cómo crees que estaré el viernes noche si voy? ¿En paz conmigo misma  o cabreada como una mona?
—No puedes ir por la vida haciendo solo que quieres hacer. Deja, anda. Vamos a merendar. Ya sé todo lo que necesito sobre esa tipa.
—¿Por qué no? Igual éramos más felices, desde luego más sinceros, los que fueran al teatro serían los que de verdad quisieran ir, y si confiamos…
—Bebéte el café que se enfría.
—Espera, y si confiamos en la bondad de la gente, ¿por qué no pensar que habría quién acudiría, a pesar de no entusiasmarle el teatro, como una especie de obra de caridad que, en cualquier caso, lo haría porque quiere? ¿Apartarme de esto, decir que prefiero quedarme en casa, me convertiría en egoísta?
—Pues..., no sé.
—Pues no, y sabes por qué, porque hay muchos que opinan como yo en realidad, pero como no se atreven a decirlo, a ir contracorriente, abuela, piensan que si ellos se fastidian yo también. Acabo de verlo claro. ¿Qué te parece?
—Que la próxima vez elegiré la película con más cuidado.
—Abuela… 
Mi abuela navega en internet, sigue las fotos de sus nietos en Instagram, si perdiera el móvil le daría un ataque al corazón, desde la muerte del abuelo, se compra ropa llamativa, lo dejo ahí. Se traga todas las tertulias políticas para comentarlas después con amigas de su misma opinión, con las que opinan distinto no, para no enfadarse. Suele decirme que seguro que no conozco ninguna abuela tan cool como ella —se ha apuntado a inglés en la asociación de vecinos del barrio—. Cada vez tengo más claro que vive en un mundo fabricado “individualmente” a su medida, y no lo sabe. 

                                                                            FIN

sábado, 28 de octubre de 2017

David Foster Wallace

...Tener solo un poco de conciencia crítica sobre mí mismo y mis certidumbres. Porque un amplio porcentaje de las cosas sobre las que tiendo a estar automáticamente seguro resultan ser totalmente engañosas y erróneas.

Extraído de "Discurso de David Foster Wallace en el año 2005 a los graduados del Kenyon College en Ohio"
https://arsenaldeletras.com/2014/03/12/david-foster-wallace-this-is-water-discurso-de-la-ceremonia-de-graduacion-del-kenyon-college-2005/

jueves, 26 de octubre de 2017

BARRERAS

Ya me ha llamado mi madre. Son las diez menos veinte de la noche. No ha tardado doce horas porque, tanto mi hermana como ella, hayan estado ocupadas. Viven en la desocupación, es su medio natural.
La había telefoneado sobre las diez de la mañana, el tono se repitió más de seis veces. Finalmente, descolgó mi hermana, «Mamá está en el baño». Le he comentado que creía que no estaban en casa, que una vez más no descolgarían el teléfono. Se apresuró a defenderse, «Te hacía todavía de viaje». ¿Pensaba que estaba fuera y por eso ha descolgado?, decidí no comenzar la charla con suspicacias. Ha preguntado si era “urgente”. Y es que es importante para ellas saberlo porque reciben docenas de llamadas al día y, claro, tienen que filtrarlas. Le he explicado que Juanma pasaba por Sevilla el viernes y volvería el domingo, podrían viajar con él, pasaríamos juntos el fin de semana. Tienen coche, pero se les hace cuesta arriba desplazarse ya que su día a día, plagado de tareas agotadoras, dejan exhausta a mi hermana hasta para conducir. He omitido decirle que el sábado es mi cumpleaños. No sé si lo recordarán porque en sus cabezas bullen cientos de preocupaciones, tareas, obligaciones. Estupideces varias. Mi hermana es diplomática y aséptica, «Ah, vale, pues se lo digo, que te llame luego». No esperaba mayor entusiasmo, de entre las posibilidades existentes, esta, lacónica, tenía premio. El premio del aplazamiento, de pasar la bola, de lanzar la pelota a otro tejado.
En doce horas cualquiera hubiese tenido tiempo de tener respuesta a una inocente invitación. Cualquiera, pero no mi madre y mi hermana. 
Mi madre dice que como hoy es martes y hasta el viernes hay tiempo, me contestará en estos días.

FIN

miércoles, 14 de junio de 2017

Ahora empieza lo divertido

Papá llega. «Haz las maletas, nos mudamos». Y se va. Mamá no rechista,está acostumbrada a deshacer la casa en un pis pas. Se pone a hacer maletas. Nos da tres mochilas. «Tú hermana y tú haréis la del peque y las vuestras».Lo sabemos. Una mochila para cada uno, para que metamos lo que más nos gusta. No podemos llevarlo todo.Vamos dejando juguetes y cachivaches allá por dónde pasamos. Aunque yo, a cambio, me llevo un pestillo, una llave, una cadena de seguridad, un cerrojo... Mamá dice que pronto empiezo. De aquí cargo con un pasador de ventana.
El peque se entretiene moviendo baldosas de un lado a otro en el patio. Mientras, mi hermana llora y protesta porque debe abandonar a su verdadero y único amor, de este instituto. A mí no me importa cambiar de escuela las veces que sea necesario. Todo con tal de no volver al caserón con rejas, cualquier cosa antes de que nos obliguen a separarnos de nuevo.
Papá regresa. Salimos pitando. Cuando el vecindario oiga las sirenas, estaré sintiendo el aire caliente, su zumbido, entrando a raudales por las ventanillas de la furgo.



Microrrelato seleccionado en el edición de Junio en Radio Extremadura, programa El sol sale por el oeste.

lunes, 29 de mayo de 2017

Que viene el Coco

La mano suave agarraba la mia. Mis piernecitas seguían sus pasos por mañanas de jubilación, de sol potente y amapolas. Al iniciar la subida aparecían destellos de raíles, olor a hollín y al poco notaba las aristas del balasto a través de la suela. La mano me soltaba, era libre para saltar sobre las traviesas. Él charlaba con un hombre que, cuando menos lo esperaba me gritaba, «Que viene, que viene». Se reía. Me protegía tras las piernas del abuelo inútilmente. nada aparecía en el horizonte. Un día me armé de valor, «Quiero verlo». El abuelo me llevó a una nave gigante donde aguardaba palpitante un humeante gusano tostado por el sol. 

FIN

Compañero fiel

Se acerca. Tiembla el suelo. Me incorporo de un salto. La lamparilla se balancea. Solo un poco. El ruido aumenta. Oiré el pitido. Ya. Corro a la puerta. El pomo se resiste a girar. Por fin. Salgo como un loco a su encuentro. Pero debo detenerme. Cuando estoy tan cerca. Él ha visto mi estampida. Me reclama. Dos silbidos cortos.
En el andén de guardia entre olores a hollín de hierro gomas el sudor humano pacientemente. Pacientemente. Hubiese aguardado. Pacientemente entre olores.
Me acaricia la cabeza.
--Ella no se marchó en un cercanías, colega, ¿no lo entiendes?






FIN


Dieta variada

Como un abejorro inquieto bajo las luces, constreñido en la estrechez del pasillo, lo sentí revolotear. Lamenté no poder ahuyentarle. Llegó incluso a asomar por encima de mi hombro la cabeza cubierta por rizos flojos. Destrozó el momento mágico de la primera lectura: la del lomo del libro, la que dispara una expectación comparable a la primera caricia. No aguanté más, me volví. Era alto, desgarbado. Los rizos me hicieron sospechar un laxo apretón de manos, siguiendo mi particular senda fetichista las busqué: alargadas, estrechas, poco varoniles.
Se quitó las gafas. Perdone, dijo, necesitaba ver los títulos de la letra ce. De la letra ce, respondí. Sí, escojo las lecturas por orden alfabético. Es muy útil que la librería los ordene de este modo, así tengo la certeza de no perderme ninguna. Ninguna, ¿eh?, contesté empezando a interesarme por su voracidad. Si siempre como carne de primera termino por no saborearla, sentenció sonriendo, encogiéndose de hombros resignado a su suerte de predador, mientras me abrazaba su mirada magnética.
Terminé con la zeta hace tres meses, es mi segunda vuelta, me oí decir.

FIN

viernes, 28 de abril de 2017

Síndrome de Estocolmo

Van dos aniversarios. Cada despertar me aturde la suerte que he tenido contigo. Deseo que los años por venir sean muchos por eso te mezo en mi pecho, te alimento, nos mimamos recluidos en la paz del hogar.
Mi familia, los amigos, no lo entienden. «Sal. Diviértete. ¡Vive!». Eso hago, respondo. Me miran afligidos. Mantengo la esperanza de que se aburran, de momento, insisten. «Es hora de retomar tu vida».
¿Quiénes son para hablarnos a ti y a mí de vivir? Me los encaro sin excitarme, no quiero asustarte. Me has hecho madurar, ya no soy aquella chiquilla a quién la enfermera pidió que no se chivara.
Recitaba el cielo está enladrillado, quién lo desenladrillarà... Enrojeció al preguntarle. «Creía que no me oías, no quería molestar». Era por un concurso radiofónico, el orador más rápido ganaba un coche, practicaba en el recóndito silencio de la UCI, explicó mientras me cambiaba el gotero del inmunosupresor. Supongo que no iban a despedirla por un trabalenguas, pero aproveché la ocasión. La verdad a cambio, exigí: ¿qué había oído en la nebulosa de la seminconsciencia? Lo confirmó contrariada: nadie apostaba por nosotros. Sin embargo, aquí estamos.
Te quiero corazón.

Marusela

lunes, 20 de marzo de 2017

Compartido

Pega la cara al cristal. La vista tropieza con un gorrión: se balancea, queda  suspendido un instante. Con un bucle se posa en la barandilla. Salta en picado hacia la acera. Un remolino. Rotación y, ¡hop!, en la rama del plátano. Un respingo. Un giro. Aletea. De nuevo en la barandilla.
El vaho le enturbia la visión del juego, las lágrimas lo borran. Se le han escapado, se despeñan por el precipicio de la barbilla y mueren en el cuello de la sudadera.
A su espalda oye las voces. Detrás de la puerta se libra el combate semanal entre dos gigantes. No se acostumbra. Por raro que parezca depende de él que la lucha termine sin víctimas. Eso piensa.
--¡¿Dónde está el puto crío?!
Se gira, agarra la mochila y contesta: <<Ya voy, papá>>.

Fin

Microrrelato finalista en el concurso del Celard emitido por Radio Extremadura 21/03/2017

miércoles, 8 de marzo de 2017

Una de los grandes

"Todo intento de expresar la naturaleza interior de las cosas es improductivo. Lo que percibimos son efectos, y un registro completo de tales efectos debería abarcar dicha naturaleza. Describir el carácter de una persona es un esfuerzo vano, pero al reunir sus hechos, sus actos, surge una imagen de ella."

Goethe

miércoles, 15 de febrero de 2017

Arrepentidos

La escalera se pierde en la penumbra. Un desgastado brocado malva que tapiza la pared recuerda la prestancia de la casa en otro tiempo.
—Myrna, hay un hombre esperándote arriba.
—¿Quién es?
—Tu hermano Esteban, eso me ha dicho.  — La chica lleva una bata de paño, cruzada y atada; a pesar del abrigo se frota las manos—. Pero menuda pinta de chulo se gasta, ¡ja!, a mí con esas.
Myrna fija la vista en las sábanas que sostiene, aún cálidas, recién planchadas; las acaricia. Toma aliento y continúa el ascenso de la escalera con lentitud. En el rellano, de una puerta entreabierta escapa una línea amarilla, diligente como una flecha. Empuja la puerta y se encuentra frente al hombre.
—¿Ahora eres mi hermano?
—Me ha abierto la puerta la chica de la bata, tan casera ella que he pensado que merecía una respuesta a tono.
—Claro, tú siempre detallista. Y ¿qué quieres? Si es dinero dímelo, ya estoy acostumbrada. Te daré lo que pueda y a otra cosa.
—No. No es dinero. Ni pelea. Quiero hablar contigo. ¿A dónde vas?
—Voy a hacer mi cama. Este no es mi dormitorio.
—¿Qué? —El hombre sonríe burlón—.  ¿Has dejado que te larguen?
Apoyándose en los brazos de la butaca toma impulso para incorporarse. Un gesto doloroso le arruga la boca. Myrna, camino del cuarto contiguo, no lo ve. Esteban la sigue, pendiente de sus caderas, de los muslos que abultan la falda estrecha, de las pantorrillas prietas en las medias brillantes de nilón.
—Esa que siempre está arrecía tiene tres veces más clientes que yo. El cambio de habitación en verdad, lo han provocado ellos, a mí me buscan unos pocos nostálgicos. Estoy deseando que se mueran —dice mientras deja las piezas de tela sobre la cama. Se vuelve hacia el hombre que ha acercado una silla—. En cuanto me jubile se cierra el grifo, ¿entiendes? Me iré al pueblo de mi madre y no quiero verte por allí. Vamos, di ¿cuánto esta vez? — pregunta sacudiendo la sábana.
—Estoy enfermo. Cáncer.
Myrna detiene las manos en alto, sin quererlo, suelta la sábana que cae volando sobre el colchón.  
—Hay muchos tipos de cáncer
—Este es de los malos…
—Cómo de malo
—…seis meses, me han dicho. Yo digo que tres.
—Vaya... De todas formas ahora no es como antes. Hay muchos tratamientos. ¿Tienes seguro?
—Claro que no, ¿cuándo he sido previsor?
—Entonces, ¿necesitas dinero?
—Te he dicho que no. Me jodió al principio, luego pensé que el día que me vaya pá el otro barrio, otros también la diñarán, sin aviso, de repente. Ahora estás, ahora no estás. Vi el lado positivo: tengo la oportunidad de despedirme. He decidido poner las cuentas en orden.
—¿Has venido a devolverme la pasta que te has llevado durante diez años?
—¡Que no, leche! Olvida el puto dinero.
—¿Entonces? — Myrna se mueve alrededor de la cama remetiendo la sábana, por el lado derecho, por el izquierdo. Al inclinarse, la blusa entreabierta trae buenos recuerdos a Esteban.
—¿Puedes dejar la cama y sentarte? He viajado trescientos kilómetros para hablar contigo.
Myrna, suspira, saca un pañuelo arrugado de la cinturilla de la falda y se lo lleva a la nariz, con movimiento huidizo acerca el índice al lagrimal.
—Pensé en tí cuando me dieron la noticia. En lo importante siempre eres tú quién me viene a la cabeza…
—No hace falta que me engatuses, nos conocemos. Hasta a la arrecía le ha bastado una ojeada para calarte.
—…¡Joder!, qué complicao me lo estás poniendo. De todas las que he tenido…eres la única que he querido de verdad. Está dicho. Tenía que pedirte perdón, lo mereces por lo que has aguantado y no lo digo solo por el dinero. Si algo puedo hacer para compensarte aquí me tienes aunque tu dinero no puedo devolvértelo. Lo necesito para Katy —Myrna suspira y un intento de sonrisa desaparece— .  Me he casado. Es muy joven, tenía capricho y no tuve fuerzas para decirle que nanay. Quiere una familia, niños, rollos de esos de un futuro juntos, ya ves. Está embarazada, tendrá que cargar sola con el niño.  Aún no lo sabe, tú eres la primera.
—No pareces tú. Te has rendido, sin más. No me lo trago.
—¡¿Qué mierda te pasa?! ¿Voy a mentir sobre algo así?
—No lo sé. Hace mucho que dejé de entenderte. Si quieres dinero…para lo que sea, dilo.
—Perdón. Eso es lo que tenía que decir, a eso he venido.
—Sí, claro, te perdono.
—Así no. Mírame a los ojos.
Myrna contempla la cama terminada.
—Debí poner otra manta — Tira de los lienzos, desarma la cama. Va hacia el armario, abre la puerta y se oculta de la mirada de Esteban para sacar el pañuelo sin disimulo.
—¿Podrías olvidar lo malo y recordar solo lo bueno? También lo hubo. Sería la mejor forma de perdonarme —Esteban ha elevado la voz, pero no hay respuesta— No vas a perdonarme, ¿verdad? Es eso.
—Tengo que hacerme a la idea; era fácil odiarte. Necesito tiempo. ¿Por qué no aceptas mi dinero? Para una vez que iba a dártelo de buena gana.
La voz de Myrna llega a Esteban distorsionada, flotando a la deriva en un rio cálido y salino.  Él mira el suelo absorto en el dibujo enrevesado de la alfombra a pie de cama. Se ha doblado para destensar la espalda. Qué duro se hará el viaje de vuelta.
—¿Para qué lo querría?
—No sé…alimentarte mejor, comprar medicinas, consultar otro médico. ¡Ir al extranjero! ¿Por qué no? —Myrna sale de su escondite con los ojos brillantes, iluminados de esperanza.
—No hay nada que hacer, Myrna. Me voy.
Esteban se incorpora trabajosamente. La muerte pesa como una losa. Myrna la ve apoyada sobre la espalda de Esteban.
—¿Quieres que vaya a tu funeral?
—Sí, estaría bien.
—¿Cómo…cómo…lo sabré?
—Diré a Katy que te avise.
—Entonces tendrás que explicarle que has venido a verme y ella querrá saber por qué — replica Myrna bajando la mirada.
—¿Te importa ella? Siempre fuiste muy buena gente, Lola. Siempre.
Esteban se acerca, le toma la cara entre las manos, le besa la frente y los labios, salados y húmedos.
—Dices que es joven, ¿no? Que está llena de ilusiones. ¿Por qué no lo haces por ella? ¿Por ese niño? Busca otros médicos. Te ayudaré. ¡Déjame que te ayude por favor!
—No me escuchas. Me muero. No es cuestión de dinero, Lola mía.
—Hasta el final creí que podríamos acabar juntos.
—¿El final? ¿Cuándo fue para tí? —Esteban indaga en el pozo profundo de los ojos de Lola —. Eso me interesa.
—Hoy. Hace un rato. Cuando me pediste perdón por ser tú.

FIN

Salir al paso

Ocho largos años. Habían transcurrido ocho largos años y Nancy iba a casarse de nuevo a pesar de la cruel experiencia con su primer esposo. Después de eso había mantenido un par de relaciones con mujeres. La segunda pareja, Marge, fracasó igualmente, aunque no de igual manera. Se convirtió en amiga contra la voluntad de ambas como si un eficaz supervisor moviese los hilos de sus conductas afectivas. Era imprescindible en la vida de Nancy e iba a hacer tintinear la campanilla de la entrada en cualquier momento para ayudarla con el maquillaje.
Marge poseía unas manos mágicas. Oh sí, por supuesto Nancy no las habría olvidado del todo y, supongo, que este era el recuerdo dormido sobre el que querría pasar de puntillas.
Marge la maquilló lo necesario: satinó el cutis, cubrió alguna mancha, iluminó ojeras y arco ciliar. Nancy no dejaba de parlotear contando anécdotas de bodas y fiestas, agradeciendo a Marge que la ayudase, a mí que hubiese renunciado al día libre.
Marge, sin embargo, concentrada en la tarea no pronunciaba palabra. Dio por terminado el maquillaje con dos brochazos de rubor en los pómulos. Dio un paso atrás, miró a Nancy. El parloteo de Nancy cesó. Intercambiaron una larga y profunda mirada. Fue Marge quién rompió el silencio: «Estás espléndida».
No fue una alabanza, ni un reconocimiento a su habilidad, no estuvo acompañada por un tono festivo, ni ojos asombrosamente redondos, fue algo dicho para ella misma, en voz baja, como si necesitase oírselo decir para comprenderlo en toda su magnitud. Para asumir que Nancy se iba a casar con un hombre y que parecía realmente feliz. Nancy le tendió ambas manos, ella las agarró con fervor. No me despedí al abandonar el dormitorio.
Recorrí el pasillo hasta la sala. Abrí de par en par las puertas del jardín. Observé la puesta en escena: las sillas alineadas en perfecta simetría, las farolas rescatados del atrezo del último montaje teatral de My fair lady, la alfombra de flores compuesta de madrugada, el césped recién segado, fragante y almohadillado. Todo ello superpuesto al fondo de magnolios, a los setos de hortensias y los rosales trepadores que cubrían las celosías, a los parterres de tulipanes, narcisos y pensamientos. Esa avalancha floral no existía semanas atrás. El novio había transformado el delicado y minimalista jardín japonés en aquel estallido de sensualidad. Sencillamente, ella despertó una mañana y encontró tras los cristales un paisaje diferente. Yo fui testigo de la expresión cambiante del rostro, del desconcierto al asombro, de ahí a la confusión; finalmente, a la alegría infantil de niña agasajada.
Teníamos por delante una caprichosa tarde otoñal. El aire suave y persistente arrastraba nubes de aquí para allá, tan pronto gozábamos de tibios rayos de sol como nos cubría un manto lechoso. El oficiante preparaba el libro de lecturas de los novios en el atril. Del fondo del jardín, tras el seto y la valla de hierro, se elevaba el ruido de frenadas de automóviles y de explosiones de flashes que la prensa descargaba sobre los invitados. El novio aparecería de un momento a otro.
Me giré hacia el pasillo al oír pisadas, susurros, risas. Nadie entró en la sala. Los murmullos se alejaron camino de la puerta de atrás hasta desaparecer. Escuché el pestillo que por la mañana había corrido tras recoger la prensa ahora abandonada sobre el sofá. No pude menos que sonreír al releer el titular, “Boda entre el magnate televisivo y la actriz de dudosa sexualidad”, el de mañana sería muy diferente.

FIN

martes, 24 de enero de 2017

Me gusta la Lengua

Sueño que estamos sentados al borde de un muelle. Tus piernas llegan hasta el agua, mueves los pies para salpicar las mías.
Te miro. El sol asoma detrás de tu oreja, arranca un resplandor al pelo, a la piel de tu mejilla, al extremo de los labios que brillan húmedos. Me acerco, quiero un beso que no consigo. Te diluyes.
Dichoso sueño, para esto prefiero vivir el presente y conformarme con ver tu boca mordisquear el lápiz ante la decisión de marcar esa palabra como objeto directo, o no. Aunque hoy es diferente, hoy no hay lápiz, toca informática, qué mala suerte, hoy, precisamente hoy, que traigo una caperuza con forma de piruleta para tu lápiz.

Microrrelato finalista en el concurso del CELARD emitido por Radio Extremadura


Marusela Talbé

domingo, 15 de enero de 2017

Primera Cita

—No me asustan las dificultades, al contrario, me motivan. Soy una persona responsable, tras dedicar tiempo a una tarea o a una relación estas tienen que avanzar, ir en la buena dirección. Nada me horroriza más que el vacío del tiempo perdido. El tiempo es nuestro mayor tesoro, ¿no crees? El de cada uno. Me saca de quicio que me hagan esperar y crean que con una sonrisa y una disculpa está todo arreglado. Es mi tiempo, señor, MI TIEMPO, no el suyo. Y tragas, ¿por qué?, porque si no lo haces quedas mal, ¿qué te parece? Y, perdona, otra cosa, he encontrado gente que opina como yo, pero no lo dice porque entonces tendría que cumplir esas exigencias. Para no fracasar, amén a todo; para no asumir responsabilidades, pasar inadvertido. Van por la vida de solidarios, de tolerantes; a mí no me engañan, no lo hacen por bondad, no, lo hacen porque protegen su zona de confort: si soporto, me soportarán. Y esto pasa con todo, ¿o no? Y pobre de tí si abandonas la colmena. Yo soy independiente y estoy orgullosa de ello aunque por eso tenga más complicaciones que nadie. Es el precio por sostener ideas propias. Uy, me enrollo, me enrollo, y no te dejo hablar. ¿Tú qué? Cuéntame.
—Estoy separado desde hace seis meses. —Rebusca en el bolsillo su cartera y saca de esta una foto—. Tengo un hijo. Mira, Conchi y Mario.
—Ajá. Muy guapos los dos. ¿Qué pasó?
—Éramos diferentes, bueno…, en realidad, opuestos. Intuíamos que no sería fácil, pero quisimos intentarlo. Aunque suene cursi, al principio fue maravilloso. Más adelante, los buenos momentos escasearon hasta desaparecer. El globo de la felicidad, ¡pfff!, se deshinchó. De todos modos mereció la pena. Vida personal aparte, soy funcionario de correos, mi jornada transcurre clasificando sobres y paquetes. Aburrido sí pero me desquito porque me deja tiempo libre, así que…
—Eso me gusta
—¿Qué ordene sobres?
—No, no, que valores tu tiempo.
—Ah, sí, claro. Me permite dedicarme a lo que me hace feliz, por ejemplo los amigos. Seríamos un equipo de baloncesto si diéramos la altura, ja, ja, ja. No estábamos en edad de crecer cuando nos juntamos así que formamos un equipo de fútbol reducido.
—Ya veo. Oye, pero entonces no podéis participar en liguillas ni competiciones, ni nada, ¿no?
La voz le recuerda el sonido agudo de una flauta. La observa reclinada contra el respaldo, dando paso a unas manos pálidas y finas de niña bien que asoman por encima de la mesa de viejo café. Dormían sobre el regazo, las ha despertado para nada, se mueven aburridas, desilusionadas.
—No, no podemos. —Él encoge levemente los hombros, aprieta los labios, los abre, suelta un chasquido de contrariedad— .¡Qué le vamos a hacer! Hay cosas peores.
—Ya. Y, ¿qué más haces?
—Desde la separación recojo al peque en el colegio tres tardes a la semana. Lo llevo al parque, compro dos bollos, dos bricks de cacao y merendamos juntos. Luego lo dejo agotarse en el tobogán, la cuerda, los columpios…ya sabes.
—En realidad, no. No tengo hijos y casi no recuerdo nada de cuando fui niña, niña de columpios me refiero. Por el contrario, podría dibujar el plano completo del colegio. No sé si me llevaron al parque pocas veces o es que mi memoria no llega tan atrás. Oye, ni me lo había planteado hasta ahora, qué cosas.
—Yo he jugado mucho en la calle. No había parque donde vivía, pero encontrábamos donde subirnos, por dónde deslizarnos, ja, ja, ja, todo valía. Creo que fuimos los verdaderos inventores de ese deporte, eso de recorrer las ciudades saltando obstáculos.
—Buf, ¡qué pesadilla! El otro día uno de esos locos pasó volando a mi lado, menudo susto. Parkour, se llama parkour. Y espero que no sea deporte, porque menuda tontería, ¿no? Corren, saltan, y ya está.
—Bueno, exige forma física, reflejos.
—Hum.
—Como te decía, tras dejar al chaval me reúno con los amigos a jugar.
—¿Tres veces en semana?
—No, a diario. Rara vez falla alguno. Nos lo tomamos en serio.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué os lo tomáis en serio? Es un juego.
Ha preguntado sin pestañar, le hace pensar en un policía frente al malhechor. Esto no va a ninguna sitio, piensa. Desde que la he visto entrar lo he sabido. Guapa, cosmopolita, seguro que habla inglés como si tal cosa y puede permitirse mirar la cuenta del banco una vez al mes.
—Verás, nos gusta.
La respuesta no ha sido correcta, el gesto de su cara lo certifica.
—A mí me encantan los churros y no los como cada día, engordaría y el colesterol acabaría matándome.
Le obsequia una sonrisa, con toda intención, forzada.
—Hablando de otra cosa, ¿crees que esto está funcionando?
—En absoluto. Aunque no es culpa nuestra. Estos expertos de las agencias de contactos lo son sí, pero en sacarte la pasta. Al final, todo se resume en otra pérdida de tiempo. Menudo asco, cuánto inútil.
El asiento de polipiel suspira suavemente al liberarse de su peso.
—Bueno, no creo que sea tiempo perdido hemos pasado un rato agradable. Al menos por mi parte me ha gustado conocerte —dice él acompañándola en el gesto de incorporarse.
Le tiende la mano y observa el rostro de treinta y cuatro años. El maquillaje no oculta los surcos en la frente, la profundidad de la arruga del entrecejo ni las líneas de marioneta junto a las comisuras de los labios.
—¿Hoy no toca niño? ¿No hay partido?
Le interroga como si la respuesta le interesara, como si fuese a cambiar algo. Él piensa que le ayudará a dar las últimas pinceladas a su retrato y a estampar un signo de “visto” en el formulario de la agencia.
—No toca niño y el fútbol es dentro de una hora. Ya que no vamos a volver a vernos voy a decirte algo…
—Groserías ni una
—Uff, no, por favor. Ja, ja, ja, ¿sabes?, serías una buena defensa en el campo. —Se había sentido estúpido como en el primer día de clase en que reía con ganas, con estrépito, ante cualquier tontería. En realidad, eran los nervios impulsados por la incomodidad y la falta de ubicación en el espacio recién estrenado, lo que exteriorizaba —. Solo decirte que al conocerte he comprendido lo que es el estrés. No te ofendas, no lo digo de mal rollo. Pero es una lástima que una chica como tú ande por la vida obsesionada con el tiempo, con el rendimiento, con alcanzar quién sabe qué remotas metas, a lo peor inútiles.
—Qué sabrás tú de mí.
Desvía la vista a la calle. Ha oscurecido de repente. Observa las cabezas hundidas entre los hombros, agazapadas en los cuellos de los abrigos a resguardo de los dos grados que hielan la tarde. Se prepara poniéndose los guantes. No se había percatado de la mano tendida de él que, harto de esperar el apretón, toma por sorpresa la suya enguantada. Una mano que se acurruca en el nido que le ofrecen y se deja mecer. Entonces, él la ve por primera vez: el estereotipo se ha desmoronado por culpa de una mirada sinceramente tímida que le obliga a pensar en un faro que no vigila sino que alumbra para evitar que choquen contra él.
—Bueno, en fin, puede que mi vida pase por un momento flojo, pero la tuya es demasiado exigente y si continúas con ese afán de independencia y todo lo demás, cuando menos te lo esperes te darás cuenta de que tu oportunidad de navegar la has tirado por la borda y te arrepentirás de no haber disfrutado de la travesía.
—¿Eres poeta? ¿Psicólogo?
—Digamos que buen observador.
—La vida contemplativa no me interesa, por lo que veo a ti sí.
—Te concedo que mi vida en este momento necesita relleno.
Golpea el respaldo de polipiel que se hunde bajo la presión. Actúa como si el respaldo le devolviese el golpe, emite una queja cómica, después se acerca a la boca el puño con fingido gesto de dolor. Escucha la risa de ella que, de pronto, ha llenado el local. Por fin, es ella quién desata una risa solícita en cubrir intimidades.
— Ja, ja, ja. Sí, creo que sí.
—Quédate un rato más, solo por esta vez regálame tu tiempo.
No sabe por qué se lo ha pedido, ha surgido de forma natural igual que la mirada expectante y divertida que sustituye a la melancólica del faro.
Más tarde el móvil le vibra en el bolsillo.
—Me cago en…¡Se me ha pasado la hora del partido! ¿Te parece bonito? Tú, precisamente tú, provocas que llegue tarde.
―No tienes por qué llegar tarde: no vayas. Regálame tiempo de fútbol.

FIN

lunes, 9 de enero de 2017

Haikus














MAREA

Salpica el agua.
Ruedan las caracolas
Vuela la espuma.


ESTACIONES

Cae la nieve
sobre el invierno crudo;
después el sol.

GERUNDEANDO

https://www.tallerdeescritores.com/quedate-en-casa-a-escribir?sc=dozmv7bo8hzl6um&in=kw35vb0jr7h13kf&random=9092 Por César Sánchez